jueves, mayo 12, 2016

Sobre cuatro fórmulas que podrían resumir la filosofia deleuziana. - René Shérer

Del libro "Miradas sobre Deleuze", de René Shérer. Editorial Cactus. 2012



1. «¿Qué es la inmanencia? Una vida».

Es la fórmula de conjunto; la que brinda el contorno y la orientación del pensamiento de Deleuze, cualquiera sea el objeto y el terreno de aplicación. Pensar es alcanzar la inmanencia, construir un plano de inmanencia.
¿Qué significa esto? Ante todo, que no hay jerarquía entre los seres, no hay principio originario,-no hay Dios. Todo, El todo, está en el mismo nivel, pertenece al mismo plano, tiene la misma dignidad: no solamente los hombres, sino también los animales, las plantas, las cosas; no hay jerarquía, sino diferencias de interés y de sentido, de importancia. ¡Y puede suceder que tenga más sentido la observación de una garrapata al acecho que la de un cambio de ministerio! Todo se despliega en el campo de inmanencia del pensamiento, con la condición de que sepamos recorrerlo sin dejar que nos detengan las ilusiones de las «trascendencias» que lo estrían y lo erizan con tantos obstáculos.
Para el pensador deleuziano el ser es unívoco. Es decir que no hay superior e inferior, ser por analogía, ni tampoco sustancias aisladas, sino solamente acontecimientos. Sólo está el acontecimiento, los efectos de superficie, arrugas sobre el campo del ser, «pliegues».
La filosofía de Deleuze ocupa un lugar fácilmente reconocible y único en la filosofía contemporánea gracias a esta afirmación, a esta reivindicación, renovada sin cesar, de la inmanencia contra todas las trascendencias pretendidas y que pretenden dominar, poseer el campo del ser; comenzando por las más eminentes: la conciencia, el sujeto, el significante. La afirmación de inmanencia no es una simple constatación, es un acto que derriba las fronteras, las creencias, las instituciones y los poderes de todo tipo. Acto de resistencia y de revolución contra la aceptación resignada del curso de las cosas.
Deleuze es, se quiere heredero de Spinoza, a condición de que se tenga en cuenta que ha despegado la inmanencia de la Sustancia. Inventa «la inmanencia que no está en nada», la inmanencia pura e identificada con la vida: «Diremos de la pura inmanencia que es Una Vida».
¿Es este pensamiento, entonces, una «filosofía de la vida», una Lebensphilosophiéi?
En un sentido sí, pero es preciso que nos entendamos. Atañe a una filosofía de la vida como todas las grandes filosofías contemporáneas desde Nietzsche, Bergson, hasta Husserl y Sartre. En todas se trata efectivamente de la vida, pero captada a partir de ese pequeño territorio de la conciencia en la que se nos aparece, en el cual podemos acapararla: la vida de conciencia, lo «vivido». En todos salvo en Nietzsche, al cual por otra parte Deleuze se vincula, como con Spinoza, en el rechazo de la reducción de la vida a la conciencia, y aún más, a la persona, al sujeto, al propio hombre.
Deleuze piensa la vida pre- y a-subjetiva, pre- e in-orgánica, pre- y no-individual. La extiende a las cosas, a las formas, a los abstractos: la vida de "la línea abstracta".
Inmanencia y vida no conocen ni sujeto soberano (una trascendencia), ni persona, o individualidad orgánica, sino solamente acontecimientos, singularidades, ecceidades. No hay trasmundo; las profundidades son intensidades. El campo de inmanencia, superficie, es recorrido por tensiones, está poblado por partículas. Deleuze deshace la imagen del pensamiento centrado alrededor del sujeto cara a cara con un mundo objetivo. Sobrepasa la oposición sujeto-objeto y las certezas, que considera
pobres, esterilizantes, de las filosofías fenomenológicas. Por asalto, por medio de una subversión de la imagen, ubica la impresión, el acontecimiento, la propia imagen (que se piensa en la imagen cinematográfica) fuera de las capturas del sujeto y de sus reducciones, arrojándolas al flujo inmanente de la vida. Un empirismo ante todo descriptivo, para el cual «lo dado ya no es dado a un sujeto, sino que el sujeto se constituye en lo dado» Paradójicamente, a causa de su radicalidad, lo llamará: «empirismo trascendental».
Privado del sujeto dominador, todo es repoblado, plagado de movimientos y de vida. No hay más que multiplicidades, diferencias, nunca Uno.

2. «No es el deseo lo que está en el sujeto, sino la máquina en el deseo».

Es la fórmula del deseo, de este aspecto de su filosofía escrito en común con Féhx Guattari, que ha tocado directamente a los no-especialistas, que ha encontrado una resonancia hasta en la cotidianeidad, en los comportamientos. La filosofía deleuziana se presentó ante todos, desde los años 70, como pensamiento y política del deseo: no solamente como interpretación, sino como política-, allí está lo que hace a su originalidad, a su excepcionalidad. En general, la filosofía contemporánea había puesto todo lo que concierne al deseo en las manos del psicoanálisis freudiano. Deleuze y Guattari se lo arrancaron. Le han dado a la filosofía el derecho de hablar del deseo y de otra manera: ya no para embridarlo, castrarlo, confinarlo en el pequeño teatro intrafamiliar, sino para tratarlo como producción, potencia de conexión entre el individuo y el colectivo.
ElAnti-Edipo es el libro del deseo, cuyas otras características, además de su productividad, son que no compete a la interpretación y no puede comprenderse sobre la base de la «falta».
La interpretación consiste en reducirlo a lo que no es, desconociendo la especificidad de lo que afirma. El ejemplo más claro y más constante se encuentra en el desvío de los deseos expresados por el niño (aquellos estudiados por Freud o Melanie Klein y sus sucesores) hacia fijaciones intrafamihares, relativas al padre o la madre, por más que estén orientados hacia el afuera (animal, camarada, calle, etc.). Este hilo conductor del pensamiento de Deleuze sobre el deseo corre a lo largo de toda su obra: el psicoanálisis freudiano se desvió de su proyecto original; revelador del deseo, no se detuvo hasta haberlo encerrado en la tríada parental, haberlo «edipizado» después, y haberlo finalmente anulado, castrado, sometido a la muerte, aunque nunca se pueda concebir a esta última como deseo, pulsión intrapsíquica. Deleuze pensó la muerte, la integró a su filosofía, pero a la manera estoica, en tanto que consentimiento, decisión libre, en torno de la vida empujada a aceptarla.
No hay en el deseo fijaciones personalistas exclusivas ni negatividad. Esta es la razón por la cual la «falta» no es más que una definición frivola, una perogrullada carente de importancia. El deseo conduce, productivamente, hacia asociaciones nuevas, simbiosis con seres y cosas, reinos diferentes. Estos pasajes hacia lo otro son devenires-, devenir-mujer, niño, animal, planta, fundirse en elementos o devenir imperceptible. A tales asociaciones producidas por el deseo, y que son las únicas capaces de definirlo, pertenecen los "agenciamientos". Agenciamiento, devenir, deseo son, desde ángulos diversos, tomados en diferentes perspectivas, los aspectos de una misma realidad. El deseo nunca está sin un agenciamiento. «El deseo y su agenciamiento», he aquí la verdadera fórmula.
El agenciamiento es lo que el deseo maquina, o mejor, es la máquina deseante en su actualización. La expresión «máquina deseante» hizo fortuna, pero pudo dar lugar a contrasentidos. No significa la reducción del hombre a una máquina o de la vida a la mecánica, sino que, por el contrario, designa la verdadera vida individual y colectiva producida siempre y de nuevo por agenciamientos singulares. Pues los que se agencian no son personas, sino siempre trazos singulares, productores de devenires. Un ejemplo entre mil: el amor cortés, la novela de caballería, fruto del agenciamiento-devenir entre el hombre y el caballo, el estribo, el combate, la relación con lo sexual, con la mujer.
El deseo, liberado de la picota psicoanalítica, agenciado, desborda por todas partes el secretito del sexo, de sus identificacíones, de sus estructuraciones, de sus constricciones. Prolifera en todos los sentidos, inventa devenires, líneas de agenciamientos y, particularmente, esos agenciamientos y devenires portadores del sentido de la vida, los que le dan sentido: los «agenciamientos colectivos de enunciación», la literatura.

3. «Se escribe siempre para dar la vida, para liberar la vida allí donde esté apresada, para trazar líneas de fuga».

De cierta manera, toda la obra de Deleuze puede ser considerada quizás como una teoría de la literatura, de la escritura. Y, en particular, de la literatura inglesa y americana. Sin exclusión alguna, puesto que menciona y estudia ampliamente a Proust, Artaud, Kleist, Dostoiewski, etc; pero sigue siendo cierto que tituló uno de los capítulos de Diálogos, «De la superioridad de la literatura anglo-americana», y que considera que esta literatura, en contraste con la francesa, ha sido la única capaz de liberarse del psicologismo y del moralismo del sujeto y de la persona, de dar vía libre a la vida autosuficiente, sin necesitar más justificación que ella misma.
La literatura es, para Deleuze, referencia y fuente. En razón de su «evaluación más adecuada de la sexualidad», saca más de David Herbert Lawrence y de Henry Miller, de Sacher-Masoch, que de Freud. Es por medio de una cita de Virginia Woolf o de Charlotte Brontè que alumbra su concepción de la «dispersión del sujeto», de las «singularidades nómades», de esta diseminación de partículas, moléculas que componen el deseo, el inconsciente, las máquinas "moleculares". Más que una base de naturaleza física, estas tienen una correspondencia en la escritura. Pues es ella la que capta y expresa, en el agenciamiento de sus signos volátiles, lo incorporal del acontecimiento. Sólo la escritura alcanza las singularidades que escapan a las formaciones masivas (lo molar) de los objetos y las entidades que el lenguaje corriente transporta como si fueran la realidad de las cosas. Sólo cuentan las singularidades, las ecceidades. El escritor ha de tomarse al pie de la letra. Tiene el arte de acceder a la vida porque tiene el secreto de los devenires en la línea en la cual se mete, que es llamada línea de fuga-, no porque ella le haga volver irreal el mundo por medio de una evasión en lo imaginario, sino porque él sabe meterse, por fuera de los caminos de las identidades pesadas, en los caminos de las metamorfosis.
"La escritura es inseparable del devenir". Un devenir que es devenir niño, mujer, animal, nunca hombre: al contrario, es la «vergüenza de ser hombre» lo que mete al escritor sobre su línea de fuga en la búsqueda de una vida que valga la pena ser vivida; pues la escritura nunca es su propio fin. Recuerdo la fórmula: «La escritura, a través de las combinaciones que arroja, tiene la vida como único fin.
En comparación con la psiquiatría, con la moral, con la opinión, con el Estado, al escritor le concierne la «clínica». Es psicòtico, esquizofrénico, del mismo modo que el filósofo de la inmanencia es necesariamente anarquista, revolucionario. Critica y clínica. Deleuze quiso asociarlas, como réplica a los fracasos sobre ese plano del psicoanálisis freudiano y del psicoanálisis existencialista de Sartre, demasiado calcado sobre el anterior. Pero él, sin interpretación ni significación, descubre en los devenires (entre los cuales el devenir-animal es a menudo paradigmático, como en Melville con Moby Dick) y sus líneas, indicaciones para una experiencia de la vida todavía inaudita, curvas libres que se asemejan a una línea abstracta «gótica», nómada, de las cuales se adueñará la filosofía para construir sus conceptos.

4. «Antes que juez, barrendero»

Ultima fórmula que elegiría de buena gana para la filosofía en tanto tal, en su singularidad, en comparación con otras disciplinas y en su sentido último, en su relación con la vida y con las dominaciones.
La especificidad de la filosofía es el concepto que no pertenece al orden de la reflexión, de la generalización, sino del acontecimiento y de la construcción; al orden de la creación. El concepto da un contorno al acontecimiento y a acontecimientos porvenir que él anuncia. El concepto como contorno de acontecimientos, por tanto como línea. Línea de agenciamiento, línea de búsqueda, arma polémica o de guerra. Uno de los mejores ejemplos: el pliegue para definir, dibujar la manera en que el universo está envuelto, replegado en la mónada que lo expresa. «Cuerpo sin órganos», que expresa la vida no orgánica del deseo, es un concepto tomado de Antonin Artaud. «Agujero negro», que manifiesta la trascendencia de la mirada en la máquina despótica de rostridad (el efecto de terror del rostro), es un concepto de origen astronómico; y lírica, la línea abstracta, es un concepto de origen geométrico. Ahora bien, Deleuze insiste sobre este punto: no son metáforas; es decir que estas «imágenes» no tienen que ser introducidas por un «como». Designan exactamente aquello de lo que se trata, pero en un dominio distinto a sus territorios de origen, desterritorializadas.
Es preciso ser breve; pues sobre este punto habría que convocar a toda la filosofía de Deleuze. Bastará con decir que Deleuze es el virtuoso artificiero, el extraordinario creador de todo un repertorio de conceptos tomados de las ciencias, de la literatura, del arte. No de manera arbitraria, sino para responder, cada vez, a un problema.
Entre estas disciplinas, los conceptos deleuzianos ocupan nudos de interferencia, puntos donde se cruzan y entran en resonancia las líneas melódicas extranjeras. El filósofo atento se enriquece a partir de este pensamiento del afuera: «todo se produce por don y captura».
Esta es la razón por la cual le gustaba presentarse a sí mismo como un barrendero, operador de un scanning genial sobre el plano de inmanencia. Pero «antes que juez, barrendero» es también, aparte del humor corrosivo respecto del poder del Estado, la recusación, que acompaña a Artaud, a Nietzsche, a Kafka, de una filosofía que tradicionalmente se edificó sobre el modelo estatal: pensar es juzgar, subsumir, reprimir. Deleuze, del otro lado, opone el combate libre del amor, de la vida, de las creaciones. «Quizá allí está el secreto: hacer existir, no juzgar» Otra versión de la misma fórmula.
Permítaseme retomar, para terminar, esta nota de tierno humor que tomo prestada haciéndola mía:
«Cuando escribo sobre un autor, mi ideal sería no escribir nada que pueda afectarlo de tristeza o, si está muerto, que lo haga llorar en su tumba»

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